Una biblioteca oscura y triste

Las bibliotecas han cambiado mucho desde el día en que, en la Lisboa de finales de los años treinta, entré por primera vez en una de ellas. Era un lugar donde el tiempo parecía haberse parado, con armarios que forraban las paredes desde el suelo hasta casi el techo, las mesas largas con sus pequeñas estanterías móviles a la espera de los lectores, que nunca eran muchos.
El bibliotecario se sentaba al fondo de la sala, detrás de un escritorio antiguo, de esos de palo santo labrado. La biblioteca olía a papeles viejos y a cera de abejas, también un poco a humedad, a moho, tal vez porque las ventanas se abrían de tarde en tarde, al menos siempre me parecen cerradas cuando las recuerdo. También es cierto que nunca fui a la biblioteca durante el horario diurno de funcionamiento, por lo tanto no sé cómo sería el ambiente, si las pesadas contraventanas se abrirían para que la luz del día pudiera entrar. Probablemente sí. Yo era un lector de los nocturnos, salía de casa después de cenar (entonces la cena era a las ocho), caminaba los dos o tres kilómetros que separan el barrio de Penha de França, donde vivía, del Campo Pequeno, e iba a leer. Exactamente, iba a leer. Era un adolescente que no tenía libros en casa, excepto los de estudio, y que quería saber por sí mismo qué era realmente eso que se llamaba literatura. 

José Saramago: "Una biblioteca oscura y triste" (2005)

José Saramago (1922-2010)

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